El pasado domingo, 15 de noviembre, un amigo y un servidor fueron víctimas de un robo en un parque con nombre de artista en la calle Tarragona, entre la Plaza de España y la Estación de Sants, en Barcelona. Nada más lejos de la realidad, tres tipos desconocidos, navaja en mano, nos sustrajeron el móvil, dinero y un colgante con gran valor sentimental, entre los dos. El nerviosismo y el miedo se hicieron patentes antes, durante y después del asalto. La impotencia y la rabia llegaron luego, mientras caminábamos apresurados, sin mediar palabra, hacia el que iba a ser el lugar de nuestra despedida. El silencio sólo se vio interrumpido por mi petición, a dos generosas transeúntes, de un cigarrillo.
Lo curioso del caso es que una semana antes, en el patio central del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), en el histórico y decadente al par que peligroso barrio del Raval, sufrí otro intento de robo, aunque esta vez sí fue un intento, pues sólo se llevaron un mechero. Después de disfrutar de una interesante, aunque aburrida exposición sobre el plan urbanístico de Cerdà, me dispuse a fumar un cigarrillo tranquilamente, sin molestar a nadie, cuando tres jovenes se acercaron a mí y, después de rodearme, amenazarme y proferirme vejaciones varias, me propinaron dos puñetazos que, a Dios gracias, no me provocaron males mayores. Al parecer, no supieron ni pegarme.
Si bien conozco los lugares conflictivos de la ciudad y los peligros que esconde, jamás pensé que pudiese pasarme dos veces en un periodo de tiempo tan corto. Y, aunque reconozco que el estar en un parque, oscuro y solitario, por la noche es casi, por desgracia, una provocación al atraco y un llamamiento al crimen, como quien pasea una bolsa con el atractivo símbolo del dólar en ella, aún me cuesta creer que me pudiese pasar en un museo, en un centro cultural.
La inseguridad ciudadana y el crimen rozan límites inaguantables; robos en sitios insólitos, peleas callejeras, etcétera. Para el criminal, cualquier sitio, cualquier víctima es buena. Me gustaría denunciar esa inseguridad, ese desprecio hacia la integridad de la gente, hacia la posesión personal, el desdén actual hacia la violencia física y verbal. Hechos como los que narro son los culpables del desprestigio de zonas como el barrio del Raval. Yo no pretendo despretigiarlo, ha sido mudo testigo de juergas y agradables tardes culturetas durante este último año, pero hechos como éstos que humildemente narro son los culpables del desprestigio que sufren algunas zonas de la ciudad.
Ahora, envuelto en una fina manta para hacer frente al frío, con una taza de café a un lado y un cigarrillo apagado sobre el cenicero que pide a gritos una calada, escribo estas líneas sin más pretension que poner de relieve la situación, conocida por todos, que se vive hoy en día en las calles.